De lo Sobrenatural
Por el Sr. Guizot (2º artículo – Véase el número de diciembre de 1861)
Hemos publicado, en nuestro último número, el elocuente y notable capítulo del Sr. Guizot: De lo Sobrenatural, del cual nos proponemos hacer algunas observaciones críticas, que en nada disminuyen nuestra admiración para el ilustre y erudito escritor.
El Sr. Guizot cree en lo sobrenatural; acerca de este punto, como de muchos otros, es muy importante que nos entendamos sobre las palabras. En su acepción propia, sobrenatural significa lo que está por encima de la Naturaleza, fuera de las leyes de la Naturaleza. Lo sobrenatural, propiamente dicho, no estaría entonces sujeto a leyes; es una excepción, una derogación de las leyes que rigen la Creación; en una palabra, es sinónimo de milagro. En el sentido propio, esas dos palabras han pasado al lenguaje figurado, sirviendo para designar todo lo que sea extraordinario, sorprendente, insólito; de una cosa que causa admiración se dice que es milagrosa, así como de una gran extensión se dice que es inconmensurable, y de un número grande se dice que es incalculable, o que una larga duración es eterna, aunque, en rigor, una se pueda medir, otra se logre calcular, y de la última se consiga prever un término. Por la misma razón se califica de sobrenatural aquello que, a primera vista, parece salir de los límites de lo posible. Sobre todo en aquello que no comprende, el vulgo ignorante es muy llevado a tomar esta palabra al pie de la letra. Si por esto se entiende lo que se aparta de las causas conocidas, es admisible; pero, entonces, esa palabra no tiene más un sentido preciso, porque lo que ayer era sobrenatural, ya no lo es más hoy. ¡Cuántas cosas, antiguamente consideradas como tales, la Ciencia no hizo entrar en el dominio de las leyes naturales! Sean cuales fueren los progresos que se hayan realizado, ¿es posible jactarse de tener el conocimiento de todos los secretos de Dios? La Naturaleza, ¿nos ha dicho la última palabra sobre todas las cosas? A cada día, ¿no se reciben desmentidos a esa orgullosa pretensión? Por lo tanto, si lo que ayer era sobrenatural ya no lo es más hoy, podemos lógicamente inferir que aquello que hoy es sobrenatural, puede no serlo más mañana. Nosotros tomamos la palabra sobrenatural en su sentido propio más absoluto, es decir, para designar todo fenómeno contrario a las leyes de la Naturaleza. El carácter del hecho sobrenatural o milagroso es el de ser excepcional; desde el momento en que se repite, es porque está sujeto a una ley conocida o desconocida, y entra en el orden general.
Si se restringe la naturaleza al mundo material, visible, es evidente que las cosas del mundo invisible serán sobrenaturales; pero estando el propio mundo invisible sujeto a leyes, nosotros creemos más lógico definir así a la Naturaleza: El conjunto de las obras de la Creación, regidas por las leyes inmutables de la Divinidad. Si –como lo demuestra el Espiritismo– el mundo invisible es una de las fuerzas, uno de los poderes que actúan sobre la materia, él desempeña un papel importante en la Naturaleza, razón por la cual los fenómenos espíritas no son para nosotros sobrenaturales, ni maravillosos, ni milagrosos; de esto se observa que el Espiritismo, lejos de ampliar el círculo de lo maravilloso, tiende a restringirlo e inclusive a hacerlo desaparecer.
Hemos dicho que el Sr. Guizot cree en lo sobrenatural, pero en el sentido milagroso, lo que de modo alguno implica en la creencia en los Espíritus y en sus manifestaciones; ahora bien, por el hecho de que, para nosotros, los fenómenos espíritas no tienen nada de anormal, no resulta de ello que Dios no haya podido –en ciertos casos– derogar sus leyes, ya que es Todopoderoso. ¿Él lo ha hecho? No es aquí el lugar para examinar esta cuestión; sería necesario para eso discutir, no el principio, sino cada hecho aisladamente. Ahora bien, al observar desde el punto de vista del Sr. Guizot, es decir, desde la realidad de los hechos milagrosos, vamos a intentar combatir la consecuencia que él saca de esto, a saber: que la religión no es posible sin lo sobrenatural y, al contrario, probar que de su sistema deriva la aniquilación de la religión.
El Sr. Guizot parte del principio de que todas las religiones se fundan en lo sobrenatural. Esto es cierto si se entiende por sobrenatural aquello que no se comprende; pero si nos remontamos al estado de los conocimientos humanos a la época de la fundación de todas las religiones conocidas, veremos cuán limitado era entonces el saber de los hombres en Astronomía, en Física, en Química, en Geología, en Fisiología, etc. Si en los tiempos modernos un buen número de fenómenos –hoy perfectamente conocidos y explicados– han pasado por maravillosos, con más fuerte razón debía ser así en los tiempos remotos. Agreguemos que el lenguaje figurado, simbólico y alegórico, usado en todos los pueblos del Oriente, se prestaba naturalmente a las ficciones, cuyo verdadero sentido la ignorancia no permitía descubrir; también agreguemos que los fundadores de las religiones, hombres superiores al vulgo y que sabían más que él, tuvieron que rodearse de un prestigio sobrehumano para impresionar a las masas, lo que algunos ambiciosos aprovecharon para explotar la credulidad: ved a Numa, a Mahoma y a tantos otros. Diréis tal vez que son impostores. Tomemos las religiones que han salido de la ley mosaica: todas adoptan la creación según el Génesis; ahora bien, ¿habrá realmente algo más sobrenatural que esa formación de la Tierra, sacada de la nada, surgida del caos, poblada por todos los seres vivos –hombres, animales y plantas–, todos ellos formados y adultos, y esto en seis días multiplicado por veinticuatro horas, como por arte de magia? ¿No es esto la derogación más formal de las leyes que rigen la materia y la progresión de los seres? Ciertamente que Dios podría hacerlo; pero ¿lo ha hecho? Hasta hace pocos años eso era afirmado como artículo de fe, y he aquí que la Ciencia repone el inmenso hecho del origen del mundo en el orden de los hechos naturales, probando que todo se ha efectuado según las leyes eternas. ¿Sufrió la religión por no tener más como base un hecho maravilloso por excelencia? Indiscutiblemente habría sufrido mucho en su crédito si ella se hubiese obstinado en negar la evidencia, mientras que ganó al entrar en el orden común.
Un hecho mucho menos importante, a pesar de las persecuciones a que dio origen, es el de Josué deteniendo el Sol para prolongar el día en dos horas. Sea el Sol o la Tierra que haya parado, el hecho no deja de ser sobrenatural; es la derogación de una de las leyes más capitales: la de la fuerza que arrastra los mundos. Creyeron que escapaban de la dificultad reconociendo que es la Tierra que gira, pero no tuvieron en cuenta la manzana de Newton, la mecánica celeste de Laplace y la ley de gravitación. Si el movimiento de la Tierra fuese suspendido, no por dos horas, sino por algunos minutos, la fuerza centrífuga cesa y la Tierra se precipitará sobre el Sol. El equilibrio de las aguas en su superficie es mantenido por la continuidad del movimiento; al cesar el movimiento, todo se altera; ahora bien, la historia del mundo no hace mención al menor cataclismo en esa época. No contestamos que Dios haya podido favorecer a Josué, prolongando la claridad del día; ¿qué medio habría empleado? Lo ignoramos. Podría haber sido una aurora boreal, un meteoro o cualquier otro fenómeno que no alterase el orden de las cosas; pero, con toda seguridad, no fue el que durante siglos se tomó como artículo de fe. Que en otros tiempos lo hayan creído, es muy natural; pero hoy esto no es posible, a menos que se reniegue a la Ciencia.
Pero dirán que la religión se apoya en muchos otros hechos que no son explicados ni explicables. Inexplicados, sí; inexplicables, es otra cuestión; ¿sabemos los descubrimientos y los conocimientos que nos reserva el futuro? Bajo el influjo del magnetismo, del sonambulismo y del Espiritismo, ¿ya no vemos reproducirse los éxtasis, las visiones, las apariciones, la visión a distancia, las curas instantáneas, el levantamiento de objetos y de personas, las comunicaciones orales y de otro género con los seres del mundo invisible, fenómenos conocidos desde tiempos inmemoriales, considerados antiguamente como maravillosos, y hoy demostrados como pertenecientes al orden de las cosas naturales según la ley constitutiva de los seres? Los libros sagrados están llenos de hechos calificados de sobrenaturales; pero como éstos son encontrados análogos y aún más maravillosos en todas las religiones paganas de la Antigüedad, si la verdad de una religión dependiera del número y de la naturaleza de esos hechos, no sabríamos cuál de ellas prevalecería.
Como prueba de lo sobrenatural, el Sr. Guizot cita la formación del primer hombre que, según él, fue creado adulto, porque solo –dice– y en el estado de infancia no habría podido alimentarse. Pero si Dios hizo una excepción creándolo adulto, ¿no podría haber hecho otra al darle a la criatura los medios de vivir, y esto sin apartarse del orden establecido? Siendo los animales anteriores al hombre, ¿no podría realizar, en lo que atañe a la primera criatura, la fábula de Rómulo y Remo?
Decimos la primera criatura, cuando deberíamos decir las primeras criaturas, porque la cuestión de un tronco único de la especie humana es muy controvertida. En efecto, las leyes antropológicas demuestran la imposibilidad material que la posteridad de un solo hombre haya podido, en algunos siglos, poblar toda la Tierra y transformarse en las razas negra, amarilla y roja, porque está demostrado que esas diferencias son debidas a la constitución orgánica y no al clima.
El Sr. Guizot sostiene una tesis peligrosa al afirmar que ninguna religión es posible sin lo sobrenatural; si hace asentar las verdades del Cristianismo sobre la base única de lo maravilloso, él pone los cimientos frágiles y las piedras se desprenden a cada día. Nosotros le damos una base más sólida: las leyes inmutables de Dios. Esta base desafía el tiempo y la Ciencia, porque el tiempo y la Ciencia vendrán a sancionarla. Por lo tanto, la tesis del Sr. Guizot lleva directamente a la conclusión de que, en un dado momento, no habrá más religión posible, ni siquiera la religión cristiana, si lo que se considera sobrenatural es demostrado como natural. ¿Ha sido esto lo que él quiso probar? No, pero es la consecuencia de su argumento y hacia allá camina a paso largo, porque por más que se hagan y se multipliquen razonamientos sobre razonamientos, no se llegará a mantener la creencia de que un hecho es sobrenatural, cuando se ha probado que no lo es.
Con relación a ello somos mucho menos escéptico que el Sr. Guizot, y decimos que Dios no es menos digno de nuestra admiración, de nuestro reconocimiento y de nuestro respeto por no haber derogado sus leyes, grandes principalmente por su inmutabilidad, y que no hay necesidad de lo sobrenatural para rendirle el culto que le es debido y, por consecuencia, por tener una religión que encontrará tanto menos incrédulos cuanto más sea sancionada por la razón en todos los puntos. Ahora bien, en nuestra opinión, el Cristianismo no tiene nada que perder con esta sanción; sólo puede ganar con eso: si algo lo perjudicó, en la opinión de muchas personas, fue precisamente el abuso de lo maravilloso y de lo sobrenatural. Haced que los hombres vean la grandeza y el poder de Dios en todas sus obras; mostradles su sabiduría y su admirable providencia, desde la germinación de la más pequeña hierba hasta el mecanismo del Universo, y las maravillas no faltarán. Reemplazad en su Espíritu la idea de un Dios envidioso, colérico, vengativo e implacable, por la de un Dios soberanamente justo, bueno y misericordioso, que no condena a suplicios eternos y sin esperanza por faltas temporarias. Que el hombre, desde la niñez, sea alimentado con esas ideas que crecerán con la razón, y con esto haréis creyentes más firmes y sinceros, en vez de entretenerlos con alegorías, impuestas al pie de la letra y que, más tarde, serán rechazadas, llevándolos a dudar de todo e inclusive a negar todo. Si queréis mantener la religión en la senda ilusoria de lo maravilloso, sólo habrá un medio: mantener a los hombres en la ignorancia; ved si eso es posible. De tanto mostrar la acción de Dios en los prodigios y en las excepciones, dejan de mostrarla en las maravillas que están bajo nuestros pies.
Se objetará, sin duda, el nacimiento milagroso del Cristo, que no se sabría explicar por las leyes naturales y que es una de las pruebas más notables de su carácter divino. No es aquí el lugar de examinar esta cuestión; pero decimos una vez más que no cuestionamos el poder de Dios para derogar sus leyes; lo que cuestionamos es la necesidad absoluta de esta derogación para el establecimiento de cualquier religión. Dirán que el Magnetismo y el Espiritismo, al reproducir fenómenos considerados milagrosos, son contrarios a la religión actual, porque tienden a quitar el carácter sobrenatural de esos hechos. ¿Qué hacer, entonces, si los hechos son reales? No se los impedirá, ya que dichos hechos no son el privilegio de un hombre, sino que se producen en el mundo entero. Lo mismo se podría decir de la Física, de la Química, de la Astronomía, de la Geología, de la Meteorología, en una palabra, de todas las Ciencias. Al respecto, diremos que el escepticismo de mucha gente no tiene otro origen sino la imposibilidad, para ellos, de esos hechos excepcionales; al negar la base sobre la cual se apoyan, niegan todo el resto. Probadles la posibilidad y la realidad de tales hechos, reproduciéndolos ante sus ojos, y serán forzados a creer en los mismos. –¡Pero esto es retirar del Cristo su carácter divino! –¿Preferís, pues, que ellos no crean absolutamente en nada a que crean en algo? ¿Habrá sólo ese medio para probar la misión divina del Cristo? Su carácter, ¿no resalta cien veces mejor de la sublimidad de su doctrina y del ejemplo que Él ha dado de todas sus virtudes? Si ese carácter solamente se ve en los hechos materiales que practicó, ¿otros no los realizaron de forma similar, como Apolonio de Tiana, su contemporáneo? ¿Por qué, entonces, el Cristo lo superó? Porque hizo un milagro mucho mayor que transformar el agua en vino, que alimentar a cuatro mil hombres con cinco panes, que curar a epilépticos, que dar la vista a los ciegos y que hacer andar a los paralíticos: ese milagro es el de haber cambiado la faz del mundo; es la revolución hecha por la simple palabra de un hombre que salió del pesebre de un establo, que predicó durante tres años –sin haber escrito nada– y que solamente fue ayudado por algunos pescadores modestos e ignorantes. He aquí el verdadero prodigio, en el cual es necesario ser ciego para no ver la mano de Dios. Compenetrad a los hombres de esta verdad, pues es el mejor medio de que los creyentes tengan una base sólida.