¿El Espiritismo es probado por milagros?
Un eclesiástico nos dirige la siguiente pregunta:
«Todos los que han recibido de Dios la misión de enseñar la verdad a los hombres han probado dicha misión por medio de milagros. ¿Por cuáles milagros probáis la verdad de vuestra enseñanza?»
No es la primera vez que hacen esta pregunta, ya sea a nosotros como a otros espíritas; parece que le dan una gran importancia y que de su solución depende la sentencia que debe condenar o absolver al Espiritismo. Es preciso concordar que, en este caso, nuestra posición es crítica, porque nos asemejamos a un pobre diablo que no tiene ni un centavo en el bolsillo y a quien se le exige la bolsa o la vida. Por lo tanto, confesamos humildemente que no tenemos el más pequeño milagro para ofrecer; decimos más: el Espiritismo no se apoya en ningún hecho milagroso. Sus adeptos no hicieron ni tienen la pretensión de hacer ningún milagro; no se creen lo suficientemente dignos para que, a su voz, Dios cambie el orden eterno de las cosas. El Espiritismo constata un hecho material: el de la manifestación de las almas o Espíritus. ¿Es real o no este hecho? He aquí toda la cuestión. Ahora bien, admitiéndose este hecho como verdadero, no hay nada de milagroso. Como las manifestaciones de ese género –las visiones, apariciones y otras– tuvieron lugar en todos los tiempos, así como lo atestiguan los historiadores sacros y profanos y los libros de todas las religiones, las de antaño pasaron por sobrenaturales. Hoy, sin embargo, que conocemos su causa y que sabemos que las manifestaciones se producen en virtud de ciertas leyes, sabemos también que les falta el carácter esencial de los hechos milagrosos: el de la excepción a la ley común.
Esas manifestaciones, observadas en nuestros días con más cuidado que en la Antigüedad, sobre todo observadas sin prevención y con la ayuda de investigaciones tan minuciosas como las que son realizadas en el estudio de las Ciencias, tienen como consecuencia probar de una manera irrecusable la existencia de un principio inteligente fuera de la materia, su supervivencia al cuerpo, su individualidad después de la muerte, su inmortalidad, su futuro feliz o desdichado, por consiguiente, la base de todas las religiones.
Si la verdad sólo fuese probada por milagros, podríamos preguntar ¿por qué los sacerdotes de Egipto, que estaban en el error, reproducían ante el Faraón lo que hizo Moisés? ¿Por qué Apolonio de Tiana, que era pagano, curaba por el toque, devolvía la visión a los ciegos, la palabra a los mudos, predecía el futuro y veía lo que pasaba a la distancia? ¿El propio Cristo no ha dicho: «Habrá falsos profetas que harán prodigios»? Uno de nuestros amigos, después de una fervorosa oración a su Espíritu protector, fue curado casi instantáneamente de una enfermedad muy grave y muy antigua, que había resistido a todos los remedios. El hecho fue para él verdaderamente milagroso; pero como él cree en los Espíritus, un sacerdote –a quien narró el hecho– le dijo que el diablo también puede hacer milagros. «En este caso, objetó este amigo, si fue el diablo que me curó, es al diablo que debo agradecer.»
Por lo tanto, los prodigios y los milagros no son un privilegio exclusivo de la verdad, puesto que el propio diablo puede hacerlos. Entonces, ¿cómo distinguir los buenos de los malos? Todas las religiones idólatras, sin exceptuar la de Mahoma, se apoyan en hechos sobrenaturales. Esto prueba una cosa: que los fundadores de esas religiones conocían los secretos naturales, desconocidos por el vulgo. A los ojos de los salvajes de América, ¿no pasaba Cristóbal Colón por un ser extrahumano, por haber predicho un eclipse? ¿No podría haberse hecho pasar por un enviado de Dios? Para probar su poder, ¿necesitaría Dios, entonces, deshacer lo que ha hecho? ¿Hacer girar hacia la derecha lo que debe girar hacia la izquierda? Al probar el movimiento de la Tierra a través de las leyes de la Naturaleza, ¿Galileo no estaba más cierto que aquellos que pretendían, por una derogación de esas mismas leyes, que sería necesario detener el Sol? Además, ya sabemos cuánto le costó, a él y a tantos otros, por haber demostrado un error. Decimos que Dios es mayor por la inmutabilidad de sus leyes que por derogarlas, y si ha permitido hacerlo en algunas circunstancias, éste no es el único señal que Él da de la verdad. Solicitamos al lector que tenga a bien remitirse a lo que, al respecto, hemos dicho en nuestro artículo del mes de enero, a propósito de lo
sobrenatural. Volvamos a las pruebas de la verdad del Espiritismo.
Hay en el Espiritismo dos cosas: el hecho de la existencia de los Espíritus y sus manifestaciones, y la Doctrina que de ahí se deriva. El primer punto no puede ser puesto en duda sino por los que no han visto o no han querido ver; en cuanto al segundo, el tema es saber si esta Doctrina es justa o falsa: es una cuestión de apreciación.
Si los Espíritus sólo manifestasen su presencia a través de ruidos, de movimientos, en una palabra, por medio de efectos físicos, esto no probaría mucho, porque no se sabría si son buenos o malos. Lo que sobre todo es característico en ese fenómeno, lo que es capaz de convencer a los incrédulos es poder reconocer entre los Espíritus a sus parientes y a sus amigos. Pero ¿cómo pueden los Espíritus atestiguar su presencia, su individualidad y permitir evaluar sus cualidades, si no fuere hablando? Se sabe que la escritura a través de los médiums es uno de los medios que ellos emplean. Desde el momento en que tienen un medio para expresar sus ideas, pueden decir todo lo que quieran; según el grado de su adelanto, dirán cosas más o menos buenas, justas o profundas. Al dejar la Tierra, ellos no han abdicado de su libre albedrío; como todos los seres pensantes, tienen su propia opinión, y entre los hombres, los más adelantados dan enseñanzas de elevada moralidad, así como consejos impregnados de la más profunda sabiduría. Son esas enseñanzas y esos consejos que, recopilados y puestos en orden, constituyen la Doctrina Espírita o de los Espíritus. Si preferís, considerad esta Doctrina, no como una revelación divina, sino como la expresión de una opinión personal de tal o cual Espíritu; la cuestión es saber si Ella es buena o mala, justa o falsa, racional o ilógica. ¿A quién recurrir para esto? ¿Al juicio de un individuo o, inclusive, de algunos individuos? No, porque dominados por los prejuicios, por las ideas preconcebidas o por intereses personales, ellos pueden equivocarse. El único y verdadero juez es el público, porque allí no hay interés de camarilla y porque en las masas hay un sentido común innato que no se engaña. La sana lógica dice que la adopción de una idea o de un principio, por la opinión general, es una prueba que reposa sobre un fondo de verdad.
Por lo tanto, los espíritas no dicen de modo alguno: «He aquí una Doctrina que ha salido de la boca del propio Dios, revelada a un solo hombre por medios prodigiosos y que debe ser impuesta al género humano». Al contrario, dicen: «He aquí una Doctrina que no es nuestra, y cuyo mérito no reivindicamos; nosotros la adoptamos porque la consideramos racional. Atribuidle el origen que queráis: Dios, los Espíritus o los hombres. Examinadla; si Ella os conviene, adoptadla; en caso contrario, dejadla a un lado». No se puede ser menos absoluto. El Espiritismo no viene a usurpar la religión; Él no se impone; de forma alguna viene a forzar a las conciencias, ya sea de los católicos, de los protestantes o de los judíos. Él se presenta y dice: «Aceptadme si me consideráis bueno». ¿Es culpa de los espíritas si lo consideran bueno, si en Él se encuentra la solución de lo que se buscaba en vano en otra lugar? ¿Si de Él recibimos consuelos que nos vuelven felices, que disipan los terrores del futuro, calman las angustias de la duda y dan coraje para el presente? Él no se dirige a aquellos a quienes son suficientes las creencias católicas u otras, sino a los que ellas no satisfacen completamente o a los que han desertado de las mismas; en vez de no creer más en nada, Él los lleva a creer en algo, y a creer con fervor. El Espiritismo no desea, de modo alguno, el aislamiento; a los que están distantes, Él los reconduce a través de los medios que le son propios; si los rechazáis, ellos serán forzados a quedarse afuera. En vuestra alma y conciencia, decid si, para ellos, sería preferible que fuesen ateos.
Nos preguntan en qué milagro nos hemos apoyado para creer que la Doctrina Espírita es buena. Creemos que es buena, no sólo porque es nuestra opinión, sino porque millones de personas piensan como nosotros; es porque Ella conduce a la creencia a aquellos que no creían; es porque vuelve buenas personas a las que eran malas personas; es porque da coraje en las miserias de la vida. ¿El milagro? Es por la rapidez de su propagación, inaudita en los fastos de las doctrinas filosóficas; es por haber dado, en algunos años, la vuelta al mundo, y por haberse implantado en todos los países y en todos los estratos de la sociedad; es por haber progresado, a pesar de todo lo que han hecho para detenerla; es por derribar las barreras que se le oponen, encontrando un aumento de fuerzas en esas mismas barreras. ¿Es éste el carácter de una utopía? Una idea falsa puede encontrar a algunos seguidores, pero no tendrá más que una existencia efímera y circunscripta; pierde terreno en vez de ganarlo, mientras que el Espiritismo gana, en lugar de perderlo. Cuando lo vemos germinar por todas partes y ser acogido en todos los lugares como un beneficio de la Providencia, es porque allí está el dedo de la Providencia; he aquí el verdadero milagro, y creemos que es suficiente para garantizar su futuro. Diréis que Él, a vuestros ojos, no tiene un carácter providencial, sino un carácter diabólico; sois libre para tener esta opinión: lo esencial es que Él camine. Solamente diremos que si algo se estableciera universalmente por el poder del demonio, a pesar de los esfuerzos de los que dicen actuar en el nombre de Dios, esto podría hacer creer a cierta gente que el demonio es más poderoso que la Providencia. ¡Pedís milagros! He aquí uno que nos envía uno de nuestros corresponsales en Argelia:
«El Sr. P..., antiguo oficial, era ciertamente uno de los incrédulos más presuntuosos; él tenía el fanatismo de la falta de religión y, antes de Proudhon, ya decía:
Dios es el mal; dicho de otra manera, no admitía a ningún Dios y sólo reconocía la nada. Cuando lo vi venir a buscar vuestro
El Libro de los Espíritus, pensé que él iba a culminar esta lectura con alguna elucubración satírica, como acostumbraba a hacer contra los sacerdotes, e incluso contra el Cristo. No me parecía posible que un ateísmo tan inveterado pudiera ser curado alguna vez. ¡Pues bien!
El Libro de los Espíritus, sin embargo, hizo este milagro. Si conocieseis aquel hombre como yo lo conozco, estaríais orgulloso de vuestra obra y consideraríais la cuestión como vuestro mayor éxito. Aquí, todos se admiran; entretanto, cuando uno ha sido iniciado en la palabra de la verdad, no hay nada de sorprendente, por supuesto, después de la reflexión.»
Agreguemos –lo que constituye una ventaja– que nuestro corresponsal es un periodista que también profesaba opiniones muy poco espiritualistas, y menos aún espíritas. ¿Habrán forzado a este señor para imponerle la creencia en Dios y en el alma? No, y no es probable que él se hubiese prestado a eso. ¿Habrá sido fascinado con la visión de algunos fenómenos prodigiosos? Tampoco, porque no vio nada en materia de manifestaciones; solamente leyó, comprendió, encontró razonamientos lógicos y creyó. Diréis que esta conversión y tantas otras son la obra del diablo. Si fuese así, el diablo tiene una política singular de forjar armas contra sí mismo y es muy torpe al dejar escapar a los que tenía en sus garras. ¿Por qué no habéis hecho ese milagro? ¿Seríais, pues, menos fuerte que el diablo para hacer creer en Dios? Otra pregunta, por gentileza. Aquel señor, cuando era ateo y blasfemo, ¿estaba condenado para la eternidad? –Sin ninguna duda. –Ahora que, en vuestra opinión, él ha sido convertido a Dios por intermedio del diablo, ¿aún está condenado? Supongamos que, al creer en Dios, en el alma, en la vida futura feliz o desdichada, y que en virtud de esta creencia él se vuelva mejor de lo que era y no adopte completamente al pie de la letra la interpretación de todos los dogmas –y hasta incluso rechace algunos de ellos–, ¿aún así está condenado? Si respondéis: «Sí», la creencia en Dios no le sirve para nada. Si respondéis: «No», ¿en qué se vuelve la máxima:
Fuera de la Iglesia no hay salvación? El Espiritismo dice:
Fuera de la Caridad no hay salvación. ¿Creéis que aquel señor dudará entre las dos? Quemado a toda costa por una, y salvado por la otra, la opción no parece dudosa.
Esas ideas, como todas las ideas nuevas, contrarían a ciertas personas, a ciertos hábitos e incluso a ciertos intereses, como los ferrocarriles han contrariado a los dueños de las postas de caballos y a los que tenían miedo; como una revolución contraría a ciertas opiniones; como la imprenta contrarió a los amanuenses; como el Cristianismo ha contrariado a los sacerdotes paganos. Pero ¿qué hacer cuando una cosa se instala –quiérase o no– por su propia fuerza y es aceptada por la mayoría? Es necesario tomar partido y decir, como Mahoma, que es lo que debe ser. ¿Qué haréis si el Espiritismo se vuelve una creencia universal? ¿Rechazaréis a todos los que lo admitan? –Diréis que no sucederá, que no es posible. –Lo decimos una vez más: si eso sucede, ¿qué haréis?
¿Se puede detener el progreso? Para esto sería necesario detener, no a un hombre, sino a los Espíritus, e impedirlos de hablar; sería preciso quemar, no un libro, sino las ideas; impedir que los médiums escriban y se multipliquen. Uno de nuestros corresponsales nos escribe de una ciudad del Departamento de Tarn: «Nuestro cura nos hace propaganda; desde el púlpito habla con violencia contra el Espiritismo que, según él, no es otra cosa que la obra del demonio. Me ha designado casi como el sumo sacerdote de la Doctrina en nuestra ciudad, lo que le agradezco del fondo de mi corazón, porque así me da la ocasión de entablar conversaciones con aquellos que aún no habían escuchado hablar de Ella, y que me abordan para saber de qué trata la misma. Hoy los médiums son abundantes entre nosotros». El resultado es el mismo en todas las partes donde se quiso gritar contra el Espiritismo. Hoy la idea espírita está lanzada: es bien acogida porque agrada; va desde el palacio hasta la cabaña, y podemos evaluar el efecto de los futuros intentos por los que se han hecho para sofocarlo.
En resumen, el Espiritismo, para establecerse, no reivindica la acción de ningún milagro; no quiere cambiar el orden de las cosas; Él buscó y encontró la causa de ciertos fenómenos, considerados erróneamente como sobrenaturales; en vez de apoyarse en lo sobrenatural, lo repudia por cuenta propia. Él se dirige al corazón y a la razón. La lógica le abrió el camino; la lógica le hará cumplir su cometido.
Esto es un anticipo de la respuesta que debemos al opúsculo del Sr. cura Marouzeau.
Ahora dejemos hablar a los Espíritus. Al haberles sido efectuada la pregunta que transcribimos más arriba, he aquí algunas de las respuestas obtenidas a través de diferentes médiums:
«Vengo a hablaros de la realidad de la Doctrina Espírita, oponiéndola a los milagros cuya ausencia parece servir de arma a sus detractores. Los milagros, necesarios en las primeras edades de la Humanidad para impresionar a los Espíritus que era conveniente someter, son explicados hoy –casi todos los milagros– gracias a los descubrimientos de las Ciencias físicas u otras, volviéndose ahora inútiles y hasta incluso peligrosos –diré–, ya que sus manifestaciones sólo despertarían la incredulidad o la burla. En fin, el reino de la inteligencia ha llegado, no todavía en su triunfante expresión, sino en sus tendencias. ¿Qué pedís? ¿Queréis ver nuevamente que los cayados se transformen en serpientes, que los enfermos se levanten y que los panes se multipliquen? No, no veréis esto; pero veréis que los incrédulos se conmueven y doblan sus rodillas rígidas delante del altar. Este milagro equivale al del agua que brota de la roca. Veréis al hombre desolado, oprimido bajo el peso de la desgracia, apartarse de la pistola cargada y exclamar: «Dios mío, bendito seas, porque vuestra voluntad eleva mis pruebas al nivel del amor que os debo». En fin, por todas partes, vosotros que confundís los hechos con los textos, el espíritu con la letra, veréis la verdad luminosa que ha de establecerse sobre las ruinas de vuestros misterios carmomidos.»
LÁZARO (médium: Sra. de Costel).
«En una de mis últimas meditaciones, que ha sido leída aquí –creo yo–, he demostrado que la Humanidad está progresand
o actualmente. Hasta el Cristo, la Humanidad tenía un cuerpo; ella era ciertamente espléndida; inclusive, había hecho esfuerzos heroicos y había tenido virtudes sublimes. Pero ¿dónde estaba su ternura? ¿Dónde estaba su mansedumbre? Al respecto, habría varios ejemplos en la Antigüedad. Abrid un poema antiguo: ¿dónde está la mansedumbre? ¿Dónde está la ternura? Encontraréis su expansión en el poema –casi todo cristiano– de
Dido, de Virgilio, una especie de heroína melancólica que El Tasso o Ariosto habrían vuelto interesante en sus cantos llenos de alegría cristiana.
«El Cristo, pues, vino a hablar al corazón de la Humanidad; pero, como sabéis, el propio Cristo dijo que ha venido en carne en medio del paganismo, y prometió venir en medio del Cristianismo. Existe en el individuo la educación del corazón, como existe la educación de la inteligencia; lo mismo sucede con la Humanidad. Por lo tanto, el Cristo es el gran educador. Su resurrección es el símbolo de su fusión espiritual en todos, y esta fusión, esta expansión de Él mismo, apenas comenzáis a sentir. El Cristo no viene más a hacer milagros; Él viene a hablar directamente al corazón, en vez de hablar a los sentidos. No se detenía con aquellos que le pedían un milagro en el Cielo y, algunos pasos más adelante, improvisaba su magnífico sermón de la montaña. Ahora bien, a los que aún piden milagros, el Cristo responde por todos los Espíritus sabios y esclarecidos: Entonces, ¿creéis más en vuestros ojos, en vuestros oídos, en vuestras manos que en vuestro corazón? Mis llagas están actualmente cerradas; el Cordero ha sido sacrificado; la carne fue destruida; el materialismo lo ha visto: ahora es el turno del Espíritu. Dejo a los falsos profetas; no me presento ante los poderosos de la Tierra como Simón, el mago, pero voy a los que realmente tienen sed, a los que realmente tienen hambre, a los que sufren en el corazón, y no a los que son espiritualistas apenas como verdaderos y puros materialistas.»
LAMENNAIS (médium: Sr. A. Didier).
«Nos preguntan cuáles son los milagros que hacemos; pero me parece que, desde hace algunos años, las pruebas son bastante evidentes. Los progresos del Espíritu humano han cambiado la faz del mundo civilizado; todo ha progresado, y aquellos que han querido permanecer a la zaga de ese movimiento son como los parias de las nuevas sociedades.
«A la sociedad, tal cual como se prepara hoy para los acontecimientos, ¿qué le falta sino todo lo que llame a la razón y la esclarezca? Es posible que en ciertos momentos Dios haya querido comunicarse a través de inteligencias superiores, como Moisés y otros; de estos grandes hombres datan las grandes épocas, pero el espíritu de los pueblos ha progresado desde entonces. Las grandes figuras de los predestinados enviados por Dios recordaban una leyenda milagrosa; y entonces un hecho, a menudo simple en sí mismo, se vuelve maravilloso ante la multitud impresionable y preparada para emociones que sólo la Naturaleza sabe dar a sus hijos ignorantes.
«Pero hoy, ¿necesitáis milagros? –Todo se ha transformado a vuestro alrededor: la Ciencia, la Filosofía, la industria han desarrollado todo lo que os rodea; ¿y pensáis que nosotros –los Espíritus– no hemos participado en nada de esas profundas modificaciones? –Al estudiar y comentar, aprendéis y meditáis mejor; los milagros no son más de vuestra época y debéis elevaros por encima de esos prejuicios que os quedaron en la memoria como tradiciones. Nosotros os daremos la verdad, y siempre nuestra ayuda. Nosotros os esclareceremos, a fin de haceros mejor y fuertes; creed y amad, y el milagro buscado ha de producirse en vosotros. Al conocer y comprender mejor el objetivo de esta vida, seréis transformados sin fenómenos físicos.
«Buscáis palpar la verdad, tocarla, y ella os rodea y os penetra. Por lo tanto, tened confianza en vuestras propias fuerzas, y el Dios de bondad que os dio el Espíritu hará que vuestra fuerza sea formidable. A través de él disiparéis las nubes que oscurecen vuestro entendimiento, y comprenderéis que el Espíritu es todo inmortalidad, todo poder. Al poneros en relación con esta ley de Dios llamada progreso, no buscaréis más, en el prestigio de los grandes nombres –que son como mitos de la Antigüedad–, una respuesta y un escollo contra el Espiritismo, que es la revelación verdadera, la fe, la ciencia nueva que consuela y que fortalece.»
BALUZE (médium: Sr. Leymarie).
«Piden milagros para probar la verdad de la Doctrina Espírita; ¿y quién pide esta prueba de la verdad? Aquel que debería ser el primero a creer y a enseñar...
«El mayor de los milagros va a operarse en breve. Sacerdotes del Catolicismo, escuchad: queréis milagros y he aquí que se operan... La cruz del Cristo se desmoronaba bajo los golpes del materialismo, de la indiferencia y del egoísmo; ¡pero he aquí que se levanta, bella y resplandeciente, sostenida por el Espiritismo! Decidme: ¿no es el mayor de los milagros que una cruz se levante, teniendo en cada uno de sus lados la Esperanza y la Caridad? –En verdad, sacerdotes de la Iglesia, creed y ved: ¡los milagros os rodean!... ¿Cómo llamaréis ese regreso común a la creencia casta y pura del Evangelio, en la que todas las filosofías han de vincularse al Espiritismo? El Espiritismo será la gloria y la llama que iluminará todo el Universo. ¡Oh! Entonces el milagro será manifiesto y deslumbrante, porque no habrá en la Tierra sino una única y misma familia. ¡Queréis milagros! Ved a esa pobre mujer sufrida y sin pan: ¡cómo tirita de frío en su cabaña! El hálito con el cual pretende dar calor a sus dos hijitos que se mueren de hambre es más frío y más glacial que el viento que entra violentamente en su albergue miserable; ¿por qué, pues, tanta calma y serenidad en su rostro, en medio de tanta miseria? ¡Ah! Es que ella ha visto brillar una estrella de fuego por encima de su cabeza; la luz celestial se esparce en su refugio. No llora más; ¡ella espera! No maldice más; ¡solamente pide a Dios que le dé coraje para soportar la prueba!... ¡Y he aquí que las puertas de la cabaña se abren y la Caridad viene a depositar allí lo que su mano bienhechora puede esparcir!...
«¿Qué doctrina dará más sentimiento y fuerzas al corazón? El Cristianismo plantó el estandarte de la igualdad en la Tierra; ¡el Espiritismo enarbola el de la fraternidad!... ¡He aquí el milagro más celestial y más divino que se pueda producir!... Sacerdotes, cuyas manos están a veces manchadas por el sacrilegio: ¡no pidáis milagros físicos, porque entonces vuestras frentes podrían quebrarse en la piedra que pisáis para subir al altar!...
«No, el Espiritismo no se vincula a los fenómenos físicos, ni se apoya en milagros que hablan a los ojos, sino que Él da fe al corazón y, decidme, ¿no está ahí, entonces, su mayor milagro?...»
SAN AGUSTÍN (médium: Sr. Vézy).
Nota – Evidentemente esto solamente se aplica a los sacerdotes que han manchado el santuario, como Verger y otros.