Los dos Voltaire(Sociedad Espírita de París; grupo Faucherand. — Medium, Sr. E. Vézy).
Soy yo, pero no ese Espíritu burlón y cáustico de antaño; ¡el pequeño reyezuelo del siglo XVIII, que comandó con pensamiento y genio a tantos grandes soberanos, ya no tiene en los labios esa sonrisa mordaz que hacía temblar a los enemigos y aun a los amigos! ¡Mi cinismo desapareció ante la revelación de las grandes cosas que quería tocar y que solo conocí más allá de la tumba!
¡Pobres cerebros demasiado estrechos para contener tantas maravillas! Humanos, callaos, humillaos ante el poder supremo; admirar y contemplar, eso es lo que podéis hacer. ¿Cómo queréis profundizar en Dios y su gran obra? A pesar de todos vuestros recursos, ¿no se quiebra vuestra razón ante el átomo y el grano de arena que no sabéis definir?
Dediqué mi vida, yo, a buscar y conocer a Dios y su principio, allí mi razón se debilitó, y había llegado a ello, no para negar a Dios, sino su gloria, su poder y su grandeza. Me expliqué a mí mismo que se desarrolló con el tiempo. Una intuición celestial me dijo que rechazara este error, pero no le hice caso, y me hice apóstol de una falsa doctrina... ¿Sabes por qué? Porque, en el tumulto y estruendo de mis pensamientos que chocaban constantemente, sólo veía una cosa: ¡mi nombre grabado en el frontón del templo de la memoria de las naciones! Sólo veía la gloria que me prometía esta juventud universal que me rodeaba y parecía saborear con dulzura y deleite el jugo de la doctrina que le enseñaba. Sin embargo, empujado por no sé qué remordimiento de mi conciencia, quise detenerme, pero era demasiado tarde; como toda utopía, todo sistema que abrazamos os arrastra; el torrente sigue primero, luego os arrastra y os rompe, así de violenta y rápida es su caída a veces.
Creedme, vosotros que estáis aquí en busca de la verdad, la encontrareis cuando hayas quitado de vuestro corazón el amor del oropel que brilla en vuestros ojos con necia autoestima y necio orgullo. No tengáis miedo, en el nuevo camino por el que andáis, de combatir el error y de derribarlo cuando se levante ante vosotros. ¿No es una monstruosidad predicar una mentira de la que uno no se atreve a defenderse, porque ha hecho discípulos que le han precedido en sus creencias?
Ved, amigos míos, el Voltaire de hoy ya no es el del siglo XVIII; soy más cristiano, porque vengo aquí a haceros olvidar mi gloria y recordaros lo que fui en mi juventud, y lo que amé en mi niñez. ¡Oh! ¡Cómo me gustaba perderme en el mundo del pensamiento! Mi imaginación ardiente y vívida corría por los valles de Asia siguiendo a aquel que llamáis el Redentor... Me gustaba correr por los caminos que él había recorrido; ¡Y qué grande y sublime me parecía este Cristo en medio de la multitud! ¡Creí oír su poderosa voz, instruyendo a los pueblos de Galilea, a las orillas del lago Tiberíades y a Judea!... Más tarde, en mis noches de desvelo, ¿cuántas veces me levanté para abrir una vieja Biblia y releer sus santas páginas! ¡Entonces mi frente se inclinó ante la cruz, ese signo eterno de redención que une la tierra al cielo, la criatura al Creador!... ¡Cuántas veces he admirado este poder de Dios, subdividiéndose, por así decirlo, y cuya chispa encarna para volverse tan pequeña, viniendo a entregar el fantasma en el Calvario por expiación!... Augusta víctima cuya divinidad yo negaba, y que sin embargo me hizo decir de ella:
Tu Dios a quien traicionas, tu Dios a quien blasfemas,
¡Para ti, para el universo, está muerto en estos mismos lugares!
Sufro, pero expío la resistencia que opuse a Dios. Mi misión era instruir e iluminar; ¡Yo lo hice primero, pero mi antorcha se apagó en mis manos a la hora señalada para la luz!...
Felices hijos de los siglos XIX y XX, a vosotros os es dado ver encender la antorcha de la verdad; ¡Que vuestros ojos vean bien su luz, porque para vosotros tendrá rayos celestiales y su brillo será divino!
Voltaire.
Hijitos, dejo hablar en mi lugar a uno de vuestros grandes filósofos, principal líder del error; quería que viniera y os dijera dónde está la luz; ¿Qué piensas? Todos vendrán y os lo repetirán: No hay sabiduría sin amor ni caridad; y, dime, ¿qué doctrina más suave para enseñarla que el Espiritismo? No puedo repetirlo demasiado: el amor y la caridad son las dos virtudes supremas que unen, como dice Voltaire, la criatura al Creador. ¡Oh! ¡Qué misterio y qué vínculo sublime! ¡Gusano, gusano de tierra que puede llegar a ser tan poderoso, que su gloria tocará el trono del Eterno!...
San Agustín.
Alan Kardec.