Estadísticas
de suicidio
Leemos
en el Siglo de... mayo de 1862:
“En La comedia social en el siglo XIX, el
nuevo libro que acaba de publicar Sr. B. Gastineau en Dentu, encontramos esta
curiosa estadística de suicidios:
“Se ha calculado que desde principios de
siglo, el número de suicidios en Francia no ha bajado de 300.000; y esta
estimación puede estar por debajo de la verdad, pues las estadísticas sólo dan
resultados completos a partir del año 1836. De 1836 a 1852, es decir, en un
período de diecisiete años, ha habido 52.126 suicidios, un promedio de 3.066
por año. En 1858 hubo 3.903 suicidios, incluidos 853 mujeres y 3.050 hombres;
finalmente, según las últimas estadísticas que hemos visto, en el transcurso
del año 1859 se suicidaron 3.899 personas, a saber, 3.057 hombres y 842
mujeres.”
“Advirtiendo que el número de suicidios
aumenta cada año, el Sr. Gastineau deplora en términos elocuentes la triste
monomanía que parece haberse apoderado de la especie humana.”
He aquí una oración fúnebre pronunciada muy
rápidamente sobre los desafortunados suicidas; la cuestión nos parece, sin
embargo, lo suficientemente seria como para merecer un examen serio. En el
punto en que están las cosas, el suicidio ya no es un hecho aislado y
accidental; puede considerarse con razón como un mal social, una verdadera
calamidad; ahora bien, un mal que regularmente mata de 3 a 4.000 personas al
año en un solo país, y que sigue una progresión creciente, no se debe a una
causa fortuita; hay necesariamente una causa radical, absolutamente como cuando
se ve morir a un gran número de personas de la misma enfermedad, y que debe
llamar la atención de la ciencia y la solicitud de la autoridad. En tal caso,
generalmente nos limitamos a anotar el tipo de muerte y el modo empleado para
dársela, mientras descuidamos el elemento más esencial, el único que puede
ponernos en el camino de un remedio: el motivo determinante de cada suicidio;
llegaríamos así a determinar la causa predominante; pero, excepto en circunstancias
bien caracterizadas, se encuentra más simple y más rápido sobrecargar con él a
la clase de monomaníacos y maníacos.
Hay sin duda suicidios por monomanía,
realizados fuera del imperio de la razón, como los que, por ejemplo, tienen
lugar en la locura, en la fiebre caliente, en la borrachera; aquí la causa es
puramente fisiológica; pero junto a ella está la categoría, mucho más numerosa,
de los suicidios voluntarios, realizados con premeditación y con pleno
conocimiento de causa. Algunas personas piensan que el suicida nunca está
completamente en su sano juicio; es un error que alguna vez compartimos, pero
que ha caído en una observación más cercana. Es bastante racional, en efecto,
pensar que estando en la naturaleza el instinto de autoconservación, la
destrucción voluntaria debe ser contra la naturaleza, y que esta es la razón
por la que a menudo vemos que este instinto prevalece en el último momento
sobre la voluntad de morir; de lo cual se concluye que, para realizar este
acto, uno ya no debe tener la cabeza hacia sí mismo. Sin duda hay muchos
suicidas que son presa en este momento de una especie de vértigo y sucumben a
un primer momento de exaltación; si el instinto de autoconservación prevalece
en último lugar, son como si estuvieran sobrios y se aferran a la vida; pero
también es muy evidente que muchos se matan a sangre fría y de reflexión, y la
prueba de ello está en las calculadas precauciones que toman, en el orden
razonado que ponen en sus asuntos, que no tiene carácter de locura.
Señalaremos de paso un rasgo característico
del suicidio, y es que los actos de esta naturaleza realizados en lugares
completamente aislados y deshabitados son sumamente raros; el hombre perdido en
los desiertos o en el océano, morirá de privaciones, pero no se suicidará,
aunque no espere ayuda. Quien quiere dejar la vida voluntariamente aprovecha el
tiempo en que está solo para no ser detenido en su plan, pero lo hace
preferentemente en los núcleos de población, donde su cuerpo tiene al menos
alguna posibilidad de ser encontrado. Tal se arrojará desde lo alto de un
monumento en el centro de una ciudad, pero no lo haría desde lo alto de un
acantilado donde se perdería todo rastro de él; otro se ahorcará en el Bois de
Boulogne, pero no iría y lo haría en un bosque por donde no pasa nadie. El
suicida no quiere ser prevenido, pero quiere que la gente sepa tarde o temprano
que se ha suicidado; le parece que este recuerdo de los hombres lo conecta con
el mundo que quería dejar, tan cierto es que la idea de la nada absoluta tiene
algo más aterrador que la muerte misma. Aquí hay un ejemplo curioso en apoyo de
esta teoría.
Alrededor de 1815, un rico inglés, que había
ido a visitar la famosa caída del Rin, se entusiasmó tanto con ella que regresó
a Inglaterra para poner en orden sus asuntos, y unos meses después regresó para
precipitarse en el abismo. Es sin duda un acto de originalidad, pero dudamos
mucho que hubiera sido lo mismo arrojarse al Niágara si nadie lo hubiera
sabido; una singularidad de carácter causó el acto; pero la idea de que íbamos
a hablar de él determinó la elección del lugar y del tiempo; si no se
encontraba su cuerpo, al menos su memoria no pereció.
A falta de estadísticas oficiales que den la
proporción exacta de los diferentes motivos del suicidio, no cabe duda de que
los casos más numerosos están determinados por reveses de fortuna, decepciones,
pesares de todo tipo. El suicidio, en este caso, no es un acto de locura, sino
de desesperación. Junto a estos motivos que se podrían llamar serios, hay otros
evidentemente fútiles, por no hablar del indefinible disgusto por la vida, en
medio de los placeres, como el que acabamos de citar. Lo cierto es que todos
los que se suicidan recurren a este extremo sólo porque, con razón o sin ella,
no son felices. Sin duda, cualquiera puede remediar esta causa primaria, pero
lo que debe deplorarse es la facilidad con que los hombres han cedido durante
algún tiempo a esta atracción fatal; es allí especialmente lo que debe llamar
la atención, y lo que, a nuestro juicio, es perfectamente remediable.
A menudo se ha preguntado si hay cobardía o
coraje en el suicidio; innegablemente hay cobardía en desfallecer ante las
pruebas de la vida, pero hay valentía en afrontar las penas y angustias de la
muerte; estos dos puntos nos parecen contener todo el problema del suicidio.
Por conmovedores que sean los abrazos de la
muerte, el hombre los afronta y los soporta si lo estimula el ejemplo; es la
historia del conscripto que, solo, retrocedería ante el fuego, mientras se encona
al ver a los demás caminar por allí sin miedo. Lo mismo es cierto para el
suicidio; la vista de los que se liberan por este medio de las molestias y
disgustos de la vida, hace decir que este momento pasa pronto; los que están
retenidos por el miedo al sufrimiento se dicen a sí mismos que como tanta gente
lo hace, podemos hacer como ellos; que es incluso mejor sufrir unos minutos que
sufrir durante años. Sólo en este sentido el suicidio es contagioso; el
contagio no está en los fluidos ni en las seducciones; está en el ejemplo que
familiariza con la idea de la muerte y con el uso de los medios para dársela;
esto es tan cierto que cuando un suicidio se lleva a cabo de una determinada
manera, no es raro que se sucedan varios del mismo tipo. La historia de la
famosa garita en la que catorce soldados se ahorcaron sucesivamente en poco
tiempo no tenía otra causa. El medio estaba allí ante los ojos; parecía
conveniente, y por muy poco que estos hombres tuvieran alguna inclinación a
poner fin a la vida, lo aprovecharon; la misma vista podría dar lugar a la
idea. Habiendo sido informado del hecho a Napoleón, ordenó que se quemara la
garita fatal; el medio ya no estaba ante los ojos y el mal cesó.
La publicidad que se da a los suicidios
produce en las masas el efecto de garita; excita, anima, familiariza la idea,
incluso la provoca. A este respecto, consideramos las historias de este tipo,
que abundan en los periódicos, como una de las causas excitantes del suicidio:
dan valor para la muerte. Lo mismo ocurre con aquellos delitos por los que se
despierta la curiosidad del público; producen, con el ejemplo, un verdadero
contagio moral; nunca atraparon a un criminal, mientras que desarrollaron más
de uno.
Examinemos ahora el suicidio desde otro punto
de vista. Decimos que, cualesquiera que sean los motivos particulares, siempre
es causado por el descontento; ahora bien, el que está seguro de ser infeliz
sólo un día y de estar mejor los días siguientes fácilmente toma paciencia;
sólo se desespera si no ve fin a su sufrimiento. ¿Qué es la vida humana
comparada con la eternidad, sino menos de un día? Pero para el que no cree en
la eternidad, que cree que todo acaba en él con la vida, si está abrumado por
el dolor y la desgracia, no le ve fin sino en la muerte; sin esperar nada,
encuentra muy natural, incluso muy lógico, acabar con sus sufrimientos
suicidándose.
La incredulidad, la mera duda sobre el
futuro, las ideas materialistas en una palabra, son los mayores estímulos para
el suicidio: dan lugar a la cobardía moral. Y cuando vemos a los hombres de
ciencia apoyándose en la autoridad de su conocimiento para esforzarse por
demostrar a sus oyentes o a sus lectores que no tienen nada que esperar después
de la muerte, ¿no los lleva a esta consecuencia de que si son infelices, no
tienen nada mejor que hacer que suicidarse? ¿Qué podrían decirles para
distraerlos? ¿Qué podrían decirles para distraerlos? ¿Qué compensación les
pueden ofrecer? ¿Qué esperanza les pueden dar? Nada más que la nada; de lo cual
debemos concluir que, si la nada es el remedio heroico, la única perspectiva,
es mejor caer en ella inmediatamente que después y así sufrir menos tiempo. La
propagación de estas ideas materialistas es, pues, el veneno que inocula el
pensamiento suicida en muchas personas, y quienes se hacen sus apóstoles asumen
una terrible responsabilidad sobre ellas.
A esto se objetará sin duda que no todos los
suicidas son materialistas, ya que hay personas que se matan para ir más rápido
al cielo, y otras para juntarse antes con los que han amado. Esto es cierto, pero
es indiscutiblemente el ínfimo número del que estaríamos convencidos si
tuviéramos una estadística compilada concienzudamente de las causas íntimas de
todos los suicidios. Sea como fuere, si las personas que ceden a este
pensamiento creen en la vida futura, es obvio que tienen una idea bastante
equivocada de ella, y la forma en que generalmente se presenta no es probable
que dé una idea más precisa. El Espiritismo viene no sólo a confirmar la teoría
de la vida futura, sino que la prueba por los hechos más patentes que es
posible tener: el testimonio de los mismos que allí están; hace más, nos lo
muestra bajo colores tan racionales, tan lógicos, que el razonamiento acude en
apoyo de la fe. Ya no se permite la duda, el aspecto de la vida cambia; su
importancia disminuye por la certeza que se adquiere de un futuro más próspero;
para el creyente, la vida se prolonga indefinidamente más allá de la tumba, de
ahí la paciencia y la resignación que con toda naturalidad apartan del
pensamiento del suicidio; de ahí, en una palabra, coraje moral.
El Espiritismo tiene otro resultado
igualmente positivo y tal vez más decisivo a este respecto. La religión dice
que el suicidio es un pecado mortal por el que se castiga; pero ¿cómo? por
llamas eternas en las que ya no creemos. El Espiritismo nos muestra a los
mismos suicidas viniendo a dar cuenta de su infeliz situación, pero con esta
diferencia que las penas varían según las circunstancias agravantes o
atenuantes, lo cual es más conforme a la justicia de Dios; que, en lugar de ser
uniformes, son la consecuencia tan natural de la causa que provocó la falta,
que no se puede dejar de ver en ellas una justicia soberana que es
equitativamente distributiva. Entre los suicidas, hay algunos cuyo sufrimiento,
aunque temporal en lugar de eterno, no es menos terrible y de una naturaleza
que da que pensar a cualquiera que esté tentado a irse de aquí antes de la
muerte. El Espírita tiene, pues, como contrapeso al pensamiento del suicidio,
varios motivos: la certeza de una vida futura en la que sabe que será tanto más
feliz cuanto más infeliz y resignado esté en la tierra; la certeza de que al
acortar su vida acaba llegando a un resultado muy diferente del que esperaba
alcanzar; que se libera de un mal para tener otro peor, más largo y más terrible;
que no volverá a ver en el otro mundo a los objetos de sus afectos a los que
quería unirse; de donde la consecuencia de que el suicidio es contra sus
propios intereses. También el número de suicidios prevenidos por el Espiritismo
es considerable, y podemos concluir que cuando todos sean Espíritas, no habrá
más suicidios voluntarios, y esto ocurrirá antes de lo que pensamos. Al
comparar, pues, los resultados de las doctrinas materialista y espírita desde
el único punto de vista del suicidio, encontramos que la lógica de la una
conduce a él, mientras que la lógica de la otra se desvía de él, lo cual está
confirmado por la experiencia.
Por este medio, se dirá, ¿destruirás la
hipocondría, esa causa de tantos suicidios inmotivados, de ese insuperable asco
de la vida que nada parece justificar? Esta causa es eminentemente fisiológica,
mientras que las demás son morales. Ahora bien, si el Espiritismo curara sólo a
estos, eso ya sería mucho; la primera es propiamente la provincia de la
ciencia, a la que podríamos abandonarla diciéndole: nosotros curamos lo que nos
concierne, ¿por qué no curas tú lo que es de tu competencia? Sin embargo, no
dudamos en responder afirmativamente a la pregunta.
Ciertos afectos orgánicos son obviamente
mantenidos e incluso provocados por disposiciones morales. El disgusto con la
vida es más a menudo el resultado de la saciedad. El hombre que lo ha usado
todo, sin ver nada más allá, está en la posición del borracho que, habiendo
vaciado su botella y sin encontrar nada en ella, la rompe. Los abusos y excesos
de todo tipo conducen inevitablemente a un debilitamiento y una perturbación de
las funciones vitales; de ahí una multitud de enfermedades cuyo origen se
desconoce, que se cree que son causales, mientras que son sólo consecutivas; de
ahí también un sentimiento de languidez y desánimo. ¿Qué le falta al
hipocondríaco para combatir sus ideas melancólicas? Una meta para la vida, un
motivo para su actividad. ¿Qué propósito puede tener si no cree en nada? El
espírita hace más que creer en el futuro: sabe, no por los ojos de la fe, sino
por los ejemplos que tiene ante sí, que la vida futura, de la que no puede
escapar, es feliz o infeliz, según el uso que él ha hecho de la vida corporal;
que la felicidad allí es proporcionada al bien que uno ha hecho. Ahora bien,
seguro de vivir después de la muerte y de vivir mucho más que en la tierra, es
muy natural pensar en ser allí lo más feliz posible; seguro, además, de ser
infeliz allí si no hace nada bueno, o incluso si, sin hacer daño, no hace nada,
comprende la necesidad de la ocupación, el mejor preventivo para la hipocondría.
Con la certeza del futuro, tiene una meta; con duda, no tiene ninguna. El
aburrimiento se apodera de él y acaba con su vida porque ya no espera nada.
Permítasenos una comparación un tanto trivial, pero a la que no le falta
analogía. Un hombre pasó una hora en el espectáculo; si cree que todo ha
terminado, se levanta y se va; pero si sabe que aún debe tocar algo mejor y más largo de lo que ha visto, se
quedará, aunque esté en el peor lugar: la expectativa de lo mejor triunfará
para él sobre el cansancio.
Las mismas causas que llevan al suicidio
también producen la locura. El remedio para uno es también el remedio para el
otro, como hemos demostrado en otra parte. Desgraciadamente, mientras la
medicina tenga en cuenta sólo el elemento material, se privará de toda la luz
que le aporta el elemento espiritual, que desempeña un papel tan activo en un
gran número de afecciones.
El Espiritismo también nos revela la causa
fundamental del suicidio, y sólo él podría hacerlo. Las tribulaciones de la
vida son a la vez expiaciones por las faltas pasadas de las existencias y
pruebas para el futuro. El Espíritu mismo los elige con miras a su promoción;
pero puede suceder que una vez en el trabajo, encuentre la tarea demasiado
pesada y se retraiga ante su realización; es entonces cuando recurre al
suicidio, que lo retrasa en lugar de adelantarlo. Sucede también que un Espíritu
que se ha suicidado en una encarnación anterior, y que, como expiación, se le
impone tener, en su nueva existencia, que luchar contra la tendencia al
suicidio; si sale victorioso, avanza; si sucumbe, tendrá que recomenzar una
vida tal vez más dolorosa que la anterior, y tendrá que luchar así hasta
vencer, porque toda recompensa en la otra vida es fruto de una victoria, y
quien dice victoria, dice lucha. El Espírita saca, pues, de la certeza que
tiene de este estado de cosas, una fuerza de perseverancia que ninguna otra
filosofía puede darle.
A.K.